¿Qué nos sirve más para ayudarnos a sentir qué está pasando en Palestina? ¿Los boletines siempre iguales, las imágenes de los bombardeos que desfilan en serie en la pantalla como el domingo los chalets desde la ventanilla de un coche familiar? ¿El hardcore de los noticieros de los medios árabes, con cuerpos de niños desmembrados y todo el rosario pulp de la realidad al otro lado del muro?
Por no quedar anestesiado, a mí no me es suficiente participar en el ritual de las marchas y de la indignación. Pero sí me ayuda volver y volver a una canción de De André, Sidún, una herida que corta a la mitad el que considero uno de los discos clave –y menos conocidos– del siglo pasado, Creuzade mä (1984).
En Sidún estamos, como indica el título, en Sidón, Líbano. Año 1982, comienzo de la primera guerra Israel-Líbano, la ciudad bombardeada e invadida por los tanques. El 15 de septiembre, un poco más al norte, empezaría el genocidio de los campos de refugiados de Sabra y Shatila.
La canción se abre con las voces de Ariel Sharon y Ronald Reagan que se cruzan y disuelven en el ruido aterrador de los tanques. Entra el bouzouki griego de Mauro Pagani, autor de las músicas y arreglos de todo el disco: un solo preciso, quirúrgico. Deja el tórax abierto para que la voz de De
André empiece a palpitar dulce y cruelmente, ensartando versos en un dialecto genovés que, de local, se hace mediterráneo y global.
Fabrizio De André, acompañado al bouzouki griego por su hijo Cristiano, cantando Sidún en su último tour (1998).
Si quieres, puedes escucharla al enlace aquí abajo mientras lees esta traducción métrica que esbocé hace un par de semanas… y de paso, si notas errores o soluciones desacertadas, por favor indícamelo a darioranocchiari@ugr.es:
Hijo mío, mi hijo, mi hijo
boca tierna al sol
de miel, de miel.
Dulce tumor benigno
de tu madre,
nacido en el bochorno
del verano, del verano.
Y ahora bulto de sangre,
orejas y dientes de leche.
Y llegan los soldados como perros
espuma en la boca, a matar corderos
persiguiendo a la gente como presas
hasta que la sangre salvaje le apaga el deseo.
Y después hierro, barras deprisión
en las heridas la semilla venenosa de la deportación,
para que de nuestro, de aquí al mar,
no pueda crecer ni árbol ni espiga ni hijo.
Adiós mi niño, la herencia
está escondida
en esta ciudad
que arde, que arde,
en la tarde que cae,
y en esta gran luz de fuego
por tu muerte pequeña.